Cuando el comisario europeo Ciolos visitó Córdoba y tuvo la idea de poner fin a las aceiteras rellenables, no sólo tuvo una visión perfecta de cómo ayudar al sector olivarero y a los consumidores, sino que abrió un melón que ahora deberán comerse otros muchos. Y es que Ciolos tuvo la mala suerte de ir solo a la ciudad de los califas y no se acompañó de los ministros de Agricultura de la UE, que cuando vieron la propuesta en la mesa europea pensaron primero que no era una mala idea, luego que se trataba de una cuestión que a la postre es demasiada cara para sus bolsillos, y que no les importaba demasiado mientras ellos tuvieran su mantequilla para freír, y, quizás, porque alguien vio que se empieza con el aceite mediterráneo y se acaba con cualquier otro producto autóctono al que no quieren tocar. Al final, sea por lo que sea, decidieron dar marcha atrás y dejaron el problema en España, con un sector apoyándolo encarecidamente y un Gobierno al que le gustaba la idea pero que, tal vez. pensaba que ‘como venía de Europa’ algo se podría rascar de dinero para hacer frente a los gastos.
Pero no, al final España se ha quedado sola y ha decidido seguir adelante, mediante un decreto ley, que prohibirá las aceiteras rellenables. Y que conste que la medida, sobre el papel, no sólo es buena, sino casi perfecta, porque contenta a un sector que necesita impulsar el consumo interno de aceite, porque defiende los intereses de los consumidores y porque va a servir para consolidar no sólo las distintas marcas, sino la calidad de las mismas, ya que la competencia va a llegar no sólo a los stands de los supermercados sino a la mesa de los desayunos.
Pero esto, no nos engañemos, hay que pagarlo y cuando hay dinero por medio habrá quien se beneficie y quien salga perjudicado. Por de pronto, el más enfadado ha sido el sector de la hostelería y la restauración, que ven cómo los tiempos del botellón de cinco litros del Mercadona, el Dia o el Carrefour (a poder ser en un 3×2) que daban para semanas de desayunos a precio no de coste, sino casi de regalo, se han acabado. Ahora ya no vale aprovechar las ofertas, hay que apostar por la calidad y la marca y eso cuesta dinero. Por eso se entiende su enfado… y su respuesta, anunciando que se disparará el coste del aceite, o lo que es lo mismo, de los desayunos, porque para cocinar siempre seguirá valiendo el ‘botellón’ tanto para un aliño como para una fritanga.
Está claro que a los productores el cambio les beneficia de cara a la imagen, pero no van a cobrar nada más por ello, porque la aceituna y el aceite se lo van a seguir pagando igual de mal, mientras que la industria, que será la que deba invertir ahora en nuevos modelos de aceiteras o botellas irrellenables, acabará aplicando la teoría de la hostelería, y subirá los precios porque deberán invertir en nuevos formatos que se adapten a las exigencias del mercado. Y si los que hay —y los hay—no dan beneficios, se les cambiará de color o forma para darle un aire nuevo… y así cobrar algo más. Porque si alguien espera que el Ministerio aporte alguna partida lo tiene claro, porque está tieso y ya por no poder no puede ni pedirle una idea innovadora al CSIC, que tiene tantos agujeros económicos que por ahí se les escapan todas sus ideas.
Por tanto, las cooperativas seguirán cobrando lo mismo, mal y tarde, la industria sabrá arañarles unos euros al cambio y los hosteleros subirán los precios para redondear la calidad, aunque todos sepamos que si es posible ver una película sin estrenar en los cines o leer un libro sin publicar de forma pirata en internet, qué no inventarán para rellenar lo ‘irrellenable’.
Y ¿quién paga todo esto? Pues el de siempre, el ciudadano, que verá cómo mientras el país incrementa en calidad, su bolsillo se reduce en la misma proporción. Y tal y como están las cosas, si ya la gente se lleva el tapper para comer en el trabajo, vamos acabar viendo cómo se llevan el cafecito en un termo y el mollete empapado desde casa, porque como se disparen los precios será más barato llevar a la familia a almorzar que irse solo a desayunar. Y esto suena a chiste barato, pero a ver si al final, por querer ser más europeos que los europeos, y hacer las cosas bien se nos acaba volviendo todo en nuestra contra y no acabamos con el 3×2 en el pan con aceite del bar de la esquina para no acabar acumulando stocks en los almacenes. Aunque eso sí, de calidad, de marca e irrellenables.